jueves, 25 de mayo de 2017

¿ Por qué la literatura es también para niños?

Texto de la ponencia pronunciada por la autora Marcela Carranza  en el Seminario Internacional “Placer de Leer” de Promoción de la Lectura, organizado por la Fundación C&A y el Centro de Difusión e Investigación de Literatura Infantil y Juvenil (CEDILIJ) y realizado en la ciudad de Buenos Aires del 29 al 31 de octubre de 2008.
La pregunta del título puede resultar un poco rara ya que es dado suponer que todos los que aquí estamos damos por sentado que es bueno que los niños lean literatura y no parece necesario preguntarse el “por qué”. Sin embargo no está mal hacerse esta pregunta acerca de todo lo que aparenta ser muy obvio. ¿Por qué nos parece importante que los niños lean literatura? ¿Por qué la literatura debe formar parte de la vida de los niños? Es muy posible que si los que estamos presentes intentáramos responder a estas preguntas las respuestas serían diversas.
La literatura pensada para los niños, es decir, una literatura especialmente diseñada para ellos es algo desde el punto de vista histórico, reciente, y necesitó para su aparición que primero existieran los niños como “idea” en las mentes de los adultos. Junto a la “creación” del concepto de Infancia surgió la escuela. Los pedagogos vieron la necesidad de crear libros que les facilitaran llevar a cabo sus objetivos. Muchos de los textos que los niños ya leían, esos que circulaban en publicaciones económicas llamadas “literatura de cordel”, no satisfacían tales necesidades pedagógicas y, desde el punto de vista de los adultos, más bien iban en contra de las mismas y debían ser rechazados. Fue así que surgió toda una literatura específicamente creada para el niño-alumno (1), al servicio de inculcar en él representaciones, valores, contenidos, normas, identidades considerados legítimos por la sociedad del momento. Podría decirse que la literatura infantil comienza a conformarse como un sistema a partir del surgimiento de una literatura y principalmente de un modo de lectura cuyo principal objetivo no es estético, sino formativo. Lo estético, lo artístico es para esta concepción de las lecturas infantiles sólo un anexo, un plus que vuelve más atractivo y ameno lo que realmente interesa: la transmisión a las nuevas generaciones de un modelo considerado legítimo por los adultos.
Esta instrumentalización del texto literario, tan antigua como la literatura infantil misma, no ha perdido vigencia y como señala Graciela Montes se trata de la “forma de domesticación más tradicional y prestigiosa de la literatura” (2).
Cuando hace veinte años comencé a entrar en contacto con este mundo de los libros para niños, lo hice escuchando las voces de Gianni Rodari, lo hice leyendo los libros de las editoriales Colihue y Quirquincho, lo hice escuchando a autores, a mediadores que con claridad me enseñaron (yo en ese momento cursaba el magisterio) que los libros para niños son ante todo una expresión artística. En los ochenta aprendí en palabras de Gianni Rodari que “’ese niño-que-juega’ es finalmente el verdadero vencedor, porque los libros nacidos para el ‘niño-alumno’ no permanecen, no resisten el paso del tiempo, las transformaciones sociales, las modificaciones de la moral ni tan siquiera a las conquistas sucesivas de la pedagogía y de la psicología infantil. Los libros nacidos de la imaginación y para la imaginación, sin embargo, permanecen, y a veces, hasta incluso se hacen más grandes con el tiempo. Se tornan en ‘clásicos’”(3).
Estaba clarísimo que detrás de un modo de comprender la literatura, había un modo de comprender y relacionarse con los niños, había una posición política e ideológica muy fuerte.
Pasaron más de veinte años, y cuando uno encuentra que desde diferentes agentes del campo: editores, autores, especialistas, académicos, docentes, padres… parecen cantar a una misma voz en el coro de la “educación en valores” a través de los libros infantiles, la sensación es de haber tomado la máquina del tiempo de Wells para viajar antes que se publicaran los libros de Javier Villafañe, Edith Vera, María Elena WalshLaura Devetach
Cuando los textos para niños que enseñaban a ser educados en la mesa, a decir “muchas gracias” y a lavarse los dientes parecían haber caído en el cajón de lo obsoleto, nos encontramos con una literatura, y un modo de concebir toda la literatura para niños destinada a la transmisión de “valores”.
En su artículo “La frontera indómita” (4), Graciela Montes señala junto a la “escolarización” otras dos formas de domesticación de la literatura: la “frivolidad” y el “mercado”.
Ahora bien, hasta qué punto —me pregunto— “escolarización”, “frivolidad” y “mercado” pueden hoy ser diferenciados entre sí cuando los catálogos, el discurso publicitario (adueñándose de conceptos y palabras propias de otros campos: el de la didáctica y el de la ética), y muchas (sino la mayoría) de las acciones emprendidas por las editoriales (entre ellas la selección de los textos a publicar) tienen por horizonte una concepción de la literatura para niños enraizada en la transmisión de contenidos morales, como lo es “la educación en valores”.
Yo hablé de un viaje en el tiempo, pero sin embargo hay algo nuevo en esta moralización de los libros para niños, y es a mi parecer su frivolidad. Esto se hace evidente en el uso de “los valores” como estrategia de marketing editorial. ¿De dónde salen esos listados de “valores” que enumeran todo aquello que se supone un libro infantil debe transmitir a un niño?: amistad, amor, comunicación, compromiso, conciencia ecológica, conciencia social, diversidad, tolerancia, libertad, aprendizaje, autonomía, avances científicos, búsqueda de la verdad…
Los valores como un listado ecléctico, la biblia y el calefón. Así, en el aire, una enumeración de “cosas buenas” sin ninguna raíz en lo social, en lo cultural, en lo político, en lo histórico. La moral, concebida como una “medicina” a tragar, “una cucharadita de virtud” cada ocho horas.

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